Friday, March 19, 2010

Tate

El jueves pasado murió Stephen Tate. No escribo esto en un arranque de efusividad ni para cumplir con la tradicional y hueca reverencia hacia todo el que se muere. Escribo sobre algunos de los momentos que compartimos.
Cuando yo vivía en Houston estaba buscando un lugar dónde vivir, había pasado ya seis meses en un hotel de miedo y los siguientes seis en el departamento de Josué. Me avocaba a, ahora sí, echar algunas cortas y delgadas raices en Space City.
Reduje a tres el número de viviendas a visitar. Una de ellas era la casa de Stephen en Montrose muy cerca de la muy conocida avenida de Westheimer. Stephen me dio la bienvenida, me presentó a sus perros y pájaros exóticos a los cuales cuidaba con esmero y devoción. Él pasaba días enteros investigando sobre las necesidades y características de sus animales. De personalidad indescifrable, originario de Nuevo México, de religión hinduista, oficio pianista y estudioso de religiones comparadas Stephen me ofreció un vaso de agua el cual acepté. Platicamos largo y tendido por casi tres horas en la sala, pasamos con rapidez la conversación vanal y nos instalamos en la religión como tema, señalamos con gusto nuestras coincidencias y cuestionamos nuestras divergencias de manera directa sin poner orgullos y pasiones de por medio. Yo recién iniciaba mi estudio del Budismo y era un casi perfecto profano, y a su pregunta de cuál era la rama del Budismo que yo seguía no tuve respuesta.
Días después decidí irme a vivir con Stephen, pagué al depósito y el primer mes por adelantado. Sólo estuve diez días porque el pay de la estabilidad en Houston resultó estar muy alto en el cielo y me dispuse a planear mi vuelta a México. Las primeras noches alargamos la primerísima plática en el porche de la casa, me prestó libros que son un hito en mi búsqueda de la verdad detrás de esta gran simulación, me regaló muchos otros, me invitó a tomar unas cervezas en un lugar esnob donde no nos importó entrar en playera y sandalias (el calor era el típico bochornoso y húmedo clima del oeste texano), conocí “Half Price Books” porque el me llevó, me asesoró sobre como debería de estructurar la lectura de lo que me interesaba y me llevó a buenos restaurantes chinos y mexicanos.
Mi último día en su casa fuimos a una bufette hindú, conocí unas de las muchas iglesias donde tocaba y me explicó el funcionamiento de un gran órgano mecánico, me consiguió y dio un manual de meditación de Paramahansa Yogananda , y me llevó hasta el departamento de Josué con mis cosas. Todo eso pasó en diez días. Un decálogo, un periodo de tiempo corto con una sustancia tremenda que se extiende hasta el día de hoy.
Alguna vez se ofreció a llevar a mi amiga Karla al aeropuerto para que volara de vuelta a Guadalajara, de regreso pasamos por unos refrescos y afortunadamente se lo dije: “Stephen, it is no casualty that we met, a month ago I was in need of a guide for my search of the objective truth and I didn´t have it, almost immediately after I ran into you”. Me extendió la mano y me expresó como esa era una de las cosas que lo hacían sentir satisfecho.
Yo ya sabía de su enfermedad crónica degenerativa, la cuál controlaba desde hace décadas, y de su último hallazgo de azúcar alta en sangre.
Me fui a Europa, después a México, tuvimos poco contacto por email y FB, él se mostraba reacio a extender el texto de sus mensajes, tal vez prefería el debate vivo. Supe de sus nuevos intereses en el Sikhismo y sus antiguos nexos con el Islam.
A los 47 años sus problemas de salud no eran cardiacos, sin embargo inesperadamente sufrió un ataque al corazón el domingo siete de marzo, convaleció hasta el jueves once y ya no pudo más.
Su energía seguirá por allí, dispersa, eterea y perdurará porque permeó las conciencias de muchos de los que lo conocimos. Todo fluye y nada tiene sustancia propia.

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